viernes, 4 de febrero de 2011

¡LEVANTATE!

“Yo iré delante de ti, derribaré las alturas, romperé las puertas de bronce y haré pedazos las barras de hierro. Te entregaré tesoros escondidos, riquezas guardadas en lugares secretos, para que sepas que yo soy el Señor, el Dios de Israel, que te llama por tu nombre. Yo soy el Señor, no hay otro; fuera de mí no hay Dios. Yo te he preparado para la lucha sin que tú me conocieras, para que sepan todos, de oriente a occidente, que fuera de mí no hay ningún otro. Yo soy el Señor, no hay otro. 

Abriré un camino a través de las montañas y haré que se allanen los senderos. ¡Mirad! Vienen de muy lejos: unos del norte, otros de occidente, otros de la región de Asuán. ¡Cielo, grita de alegría! ¡Tierra, llénate de gozo! ¡Montes, lanzad gritos de felicidad!, porque el Señor ha consolado a su pueblo, ha tenido compasión de él en su aflicción. Sión decía: El Señor me abandonó, mi Dios se olvidó de mí. Pero ¿acaso una madre olvida o deja de amar a su propio hijo? Pues aunque ella lo olvide, yo no te olvidaré. Yo te llevo grabada en mis manos; siempre tengo presentes tus murallas. Los que te reconstruyen van más deprisa que los que te destruyeron; ya se han ido los que te arrasaron. Levanta los ojos y mira alrededor, mira cómo se reúnen todos y vuelven hacia ti. Yo, el Señor, juro por mi vida que todos ellos serán como joyas que te pondrás, como los adornos de una novia. 

Despierta, Sión, despierta, ármate de fuerza; Jerusalén, ciudad santa, vístete tu ropa más elegante, porque los paganos, gente impura, no volverán a entrar en ti. Levántate, Jerusalén, sacúdete el polvo, siéntate en el trono. Sión, joven prisionera, quítate ya el yugo del cuello. 

Levántate, Jerusalén, envuelta en resplandor, porque ha llegado tu luz y la gloria del Señor brilla sobre ti. La oscuridad cubre la tierra, la noche envuelve a las naciones, pero el Señor brillará sobre ti y sobre ti aparecerá su gloria. Las naciones vendrán a tu luz, los reyes vendrán al resplandor de tu amanecer. Levanta los ojos y mira a tu alrededor: todos se reúnen y vienen a ti. Tus hijos vendrán de lejos, y a tus hijas las traerán en brazos. Tú, al verlos, estarás radiante de alegría; tu corazón se llenará de gozo; te traerán los tesoros de los países del mar, te entregarán las riquezas de las naciones.” (Is 45,2-3; 5-6; 49,11-18; 52,1-2; 60,1-5)

Como podemos leer en la introducción de la carta apostólica del Papa Juan Pablo II, Novo Millennio Ineunte, se abre para la Iglesia una nueva etapa de su camino en los inicios del tercer milenio. Hoy resuenan las palabras que Jesús dirigió a Simón Pedro, después de haber hablado a la muchedumbre desde su barca: “Rema mar adentro” (Lc 5,4). Esta palabra nos invita a recordar con gratitud el pasado, a vivir con pasión el presente y a abrirnos con confianza al futuro.

Juan Pablo II dejó escrito que es necesario pensar en el futuro que nos espera, y reflexionar sobre lo que el Espíritu ha dicho al Pueblo de Dios en el período de tiempo que va desde el Concilio Vaticano II al Gran Jubileo del año 2000. Hoy más que nunca estamos llamados a contemplar el rostro de Cristo para poder reflejar su luz a las generaciones del nuevo milenio. Debemos caminar desde Cristo, con la certeza de que Él está con nosotros todos los días hasta el fin del mundo (Mt 28,20).

La oración, la lectura de las Escrituras y los Sacramentos nos abrirán a la gracia que necesitamos para una nueva evangelización y anuncio de la Palabra, desde el compromiso de la comunidad cristiana. Jesucristo nos invita a ponernos en camino: “Id y predicad” (Mc 16,15) – “Id y haced discípulos” (Mt 28,19) es la gran comisión que tenemos como cristianos, es el mandato misionero que nos introduce en el tercer milenio invitándonos a tener el mismo entusiasmo de los creyentes de los primeros tiempos. Hoy debemos trabajar en comunión con nuestros obispos y pastores, buscando y desarrollando nuevos métodos y expresiones que sean eficaces y eficientes, con un renovado ardor y fervor que se alimenta cada día en la Eucaristía y en el amor de la Santísima Virgen María.

Los comienzos del tercer milenio de la venida de Cristo al mundo es un momento extraordinario, un tiempo propicio y favorable para la Iglesia, de dimensiones universales (2 Cor 6,2). “Esta buena noticia del Reino se anunciará en todo el mundo, para que todas las naciones la conozcan” (Mt 24,14). Para remar mar adentro, necesitamos tomar conciencia de que el mundo tiene el derecho de escuchar el Evangelio desde una Iglesia valiente pero humilde; si Jesús se ha “despojado de sí mismo” para traer la Buena Nueva del Reino a la tierra y se ha humillado hasta el punto de lavar los pies a los apóstoles, también nosotros debemos hacerlo con más motivo ya que Él no tenía pecado y nosotros sí.

Somos profetas del Evangelio enviados para involucrarnos en la evangelización y en la proclamación de la Buena Noticia de Jesucristo a los habitantes de esta generación sin esperanza. El mundo necesita esperanza como los pulmones necesitan oxígeno. El tercer milenio debe ser, para nosotros cristianos, la ocasión para hacer renacer la esperanza y poner fin al miedo. Como cooperadores de Dios que somos no echemos en saco roto su gracia, porque el Espíritu Santo está diciendo a la Iglesia: “Ahora es el tiempo de gracia, ahora es el día de la salvación” (2 Cor 6,1-2).