jueves, 27 de enero de 2011

LOS HUESOS SECOS

"El Señor puso su mano sobre mí, me hizo salir lleno de su poder y me colocó en un valle que estaba lleno de huesos. El Señor me hizo pasar entre ellos en todas direcciones; los huesos cubrían el valle, eran muchísimos y estaban completamente secos. Me dijo: “¿Crees tú que estos huesos pueden volver a tener vida?” Yo le respondí: “Señor, tan solo tú lo sabes.”

Entonces el Señor me dijo: “Habla en mi nombre a estos huesos. Diles: ‘Huesos secos, escuchad este mensaje del Señor. El Señor os dice: Voy a hacer entrar en vosotros aliento de vida, para que reviváis. Os pondré tendones, os rellenaré de carne, os cubriré de piel y os daré aliento de vida para que reviváis. Entonces reconoceréis que yo soy el Señor.’ ” Yo les hablé, pues, como él me lo había ordenado. Y mientras les hablaba oí un ruido: era un terremoto, y los huesos comenzaron a unirse unos con otros. Y vi que sobre ellos aparecían tendones y carne, y que se cubrían de piel. Pero no tenían aliento de vida. 


El Señor me dijo: “Habla en mi nombre al aliento de vida, y dile: ‘Así dice el Señor: Aliento de vida, ven de los cuatro puntos cardinales y da vida a estos cuerpos muertos.’ ” Yo hablé en nombre del Señor, como él me lo ordenó, y el aliento de vida vino y entró en ellos, y revivieron, y se pusieron de pie. Eran tantos, que formaban un ejército inmenso. 

El Señor me dijo: “El pueblo de Israel es como estos huesos. Andan diciendo: ‘Nuestros huesos están secos; no tenemos ninguna esperanza, estamos perdidos.’ Pues bien, háblales en mi nombre. Diles: ‘Esto dice el Señor: Pueblo mío, voy a abrir vuestras tumbas; os sacaré de ellas y os haré volver a la tierra de Israel. Y cuando abra vuestras tumbas y os saque de ellas, reconoceréis, pueblo mío, que yo soy el Señor. Pondré en vosotros mi aliento de vida, y reviviréis; y os instalaré en vuestra propia tierra. Entonces sabréis que yo, el Señor, lo he dicho y lo he hecho. Yo, el Señor, lo afirmo." (Ez 37,1-14)

Esta gran visión de los huesos secos, sin duda, es la más célebre del profeta Ezequiel. Es la respuesta del Señor al desaliento y a la desesperanza de los israelitas en el exilio. El texto nos sugiere la idea de un campo de batalla sobre el que habían quedado tendidos los cadáveres de los caídos en el combate. Se trata de una visión profética en la que Ezequiel compara a los desterrados de Israel con un montón de huesos humanos tendidos en campo abierto, y nos presenta la liberación de los exiliados como un retorno a la vida.

"Despierta, tú que duermes; levántate de entre los muertos y Cristo te iluminará" (Ef 5,14b). El Señor desea hacer algo nuevo en España y es por eso que Él tiene una Palabra para este país, para su Iglesia y para cada uno de nosotros en este tiempo. Somos Ezequiel, llamados a descubrir la triste realidad de tantos hombres y mujeres que viven sin esperanza, y llamados a llevarles la Vida de Dios que les hará ponerse en pie y revivir. Es urgente que nos levantemos para que les podamos mostrar el camino de regreso a casa, en el Cuerpo Místico de Cristo, donde ser curados de sus heridas y recibir la Vida de Aquel que se ha quedado con nosotros hasta el fin del mundo.

Con razón y como un signo profético de nuestro tiempo, el Santo Padre Benedicto XVI anunció al comienzo del verano pasado la creación de un nuevo dicasterio vaticano dedicado de forma específica a la nueva evangelización de países con tradición cristiana que han entrado en un proceso de secularización. El Consejo Pontificio para la Promoción de la Nueva Evangelización está haciendo una profunda reflexión para promover las formas y los instrumentos adecuados para llevar a cabo esta necesaria y urgente reevangelización de sociedades como la nuestra.

Es el momento de formar nuevos evangelizadores para la Nueva Evangelización del Tercer Milenio porque el tiempo nos apremia; o más bien, es el amor de Cristo el que nos apremia (2 Cor 5,14) y nos empuja a buscar los bienes de allá arriba, donde está Cristo, sentado a la derecha de Dios, ya que hemos resucitado con Cristo y ahora aspiramos a los bienes del Cielo y no a los de la tierra (Col 3,1-2).