martes, 24 de abril de 2012

PROFETA PARA UNA NUEVA EVANGELIZACION

Grande fue Jeremías, y actual, muy actual. Como a nosotros hoy, le tocó a Jeremías ser testigo del derrumbe de su mundo y anunciador de una nueva evangelización. Fueron tiempos difíciles. Tiempos de llanto, de crisis, de persecución. Le dolía su mundo, "¡Mis entrañas, mis entrañas!, ¡me duelen las telas del corazón, se me salta el corazón del pecho!" (Jer 4,19).

La cultura judía que hasta entonces había sostenido el mundo de Jeremías y sus paisanos, se agotaba en sí misma. No daba más de sí. Los eternos males de la injusticia cortesana y la tontera popular estaban acarreando la desgracia de Israel que acabaría "como quien rompe un cacharro de alfarería, que ya no tiene arreglo" (19,10). Jeremías fue testigo y profeta de la ruina, del final de Jerusalén: "¡Escapad, no os paréis! Porque yo traigo una calamidad del norte y un quebranto grande... ¡Los gentiles! ¡Ya están aquí!" (19,7.16).

No le quisieron escuchar; como siempre sucede, pretendieron matar al mensajero para no hacer caso a la noticia. El ejercicio de la profecía para Jeremías fue doloroso, con tanta angustia que llega a maldecirse: "¡Maldito el día en que nací! ¡el día que me dio a luz mi madre no sea bendito!" (20,14). Las incomprensiones y las presiones eran muy grandes y Jeremías experimenta la noche oscura de la fe: "¡Ay! ¿serás tú para mí como un espejismo, aguas no verdaderas?" (15,18). Jeremías vive en su interior la gran paradoja del creyente: cuanto más dura es la situación, cuanto más lejos parece que está Dios, más pura y auténtica es la fe y más rumorosa la presencia amorosa de Dios: "Me has seducido, Señor, y me dejé seducir; me has agarrado y me has podido... La palabra de Dios ha sido para mí oprobio y befa cotidiana. Yo decía: No volveré a recordarlo, ni hablaré más en su Nombre. Pero había en mi corazón algo así como un fuego ardiente, prendido en mis huesos, y aunque yo trabajaba por ahogarlo, no podía" (20,7-9).

Dios le da la clave para la misión: "si separas lo precioso de la escoria, serás mi boca. Que ellos se conviertan a ti, no te conviertas tú a ellos" (15,19). Jeremías tuvo conciencia de ser llamado por Dios para una misión crucial: "Antes de formarte en el vientre, te escogí; antes de que salieras del seno materno, te consagré: Te nombré profeta de los gentiles" (1,5). Pero lo más importante y actual de Jeremías fue la comprensión de su misión profética. No la redujo a mirar al pasado y al presente trágico para denunciar pesimistamente la destrucción, el arrasamiento y el derrumbe del viejo mundo. Su mirada y su misión fueron más allá, hacia el futuro "para plantar y edificar" una nueva cultura alentada por una fe más auténtica y personal.

Jeremías ve en la desgracia del exilio la posibilidad de un nuevo éxodo que provoque el encuentro amoroso de Dios y el hombre: "Halló gracia en el desierto el pueblo escapado de la espada... Con amor eterno te amé, por eso prolongué mi misericordia. Todavía te construiré, y serás reconstruida, Doncella de Israel" (31,2-3). El reto y la tarea están en el futuro. El futuro es el don de Dios para una nueva Alianza más pura, más verdadera, más asumida: "Mirad que llegan días en que haré con la casa de Israel y la casa de Judá una alianza nueva... Meteré mi ley en su pecho, la escribiré en sus corazones" (31,31-33).

Y así Jeremías anima a sus paisanos del exilio a comenzar la hermosa tarea de una regeneración, una "nueva evangelización", sabiendo que Dios está más cerca que nunca: "Edificad casas y habitadlas, plantad huertos y comed su fruto... Me buscaréis y me encontraréis cuando me solicitéis de todo corazón; me dejaré encontrar de vosotros" (29,5.13).

Fuente: Joaquín Rodes (noticias diocesanas de Orihuela-Alicante)