jueves, 31 de diciembre de 2009

CUANDO TUS PALABRAS VINIERON A MI

Nuestro pecado es sólo el primer motivo de la amargura de la palabra de Dios para el anunciador. Hay otro, pero de este no me atrevo mucho a hablar. De hecho, sería mejor que de él hablaran sólo los santos que lo han experimentado. Yo lo comento "porque he oído hablar de ello", aferrándome más que nada a la Escritura y hablando "como con las palabras mismas de Dios".

Este pequeño libro, engullido antes por Jeremías, después por Ezequiel y luego por Juan, estaba lleno de "lamentos, lloros y desdichas". Pero esos lamentos no son principalmente lamentos de hombres, ¡es el lamento de Dios! Ese lamento que resuena, para quien lo sabe escuchar, a lo largo de toda la Biblia en el grito: "¡Pueblo mío, pueblo mío!" Ese lamento es el lamento secreto de Dios por los hijos que se rebelan contra Él "en contínua rebelión" y que finalmente se manifiesta en verdaderas lágrimas en los ojos de Jesús delante de Jerusalén. ¡Oh, ésta es una causa mucho más profunda de amargura! Es participar en el pathos, es decir, en la pasión de Dios.

Dios Padre sufre una pasión de amor por el género humano. Toda la palabra de Dios está impregnada de esta pasión; por eso no puede ser anunciada fríamente, sin participar, de algún modo, de esa misma pasión, sin estar, como Elías, "lleno de celo por el Señor de los ejércitos". He aquí la razón por la que la palabra de Elías, la de Jeremías, la de Francisco de Asís y la de tantos otros santos quemaba "como fuego": ellos se habían asomado al abismo, habían vislumbrado la verdad... Un Dios que no es escuchado por sus criaturas, un Padre que es "despreciado" por sus hijos, que se ve "obligado" a violentar su corazón que querría sólo amar, amar, y en lugar de eso debe amenazar, amenazar y castigar, castigar.

Antes de Jesús, el hombre que ha vivido de más cerca esta "pasión de Dios" fue quizás el profeta Jeremías que, por lo demás, en tantas cosas prefiguraba la pasión de Cristo. A cierto punto, su corazón se fundió con el de Dios, se convirtió en un solo corazón con Él, y fue pronunciado un grito divino y humano que anticipaba al de Jesús en Getsemaní: ¡Mis entrañas, mis entrañas! ¡Me retuerzo de dolor! ¡Las fibras de mi corazón! ¡Mi corazón se conmueve dentro de mí, no puedo callarme!... Estoy lleno de la ira del Señor: ya no puedo reprimirla (Jer 4,19; 6,11).

Cuando Juan hubo engullido el pequeño libro y después hubo saboreado en sus entrañas toda su amargura, oyó una palabra que podría ser actual y podría proclamarse hoy, en este lugar: Vete, aún tienes que profetizar sobre muchos pueblos, naciones y reyes (Ap 10,11).

Fuente: Magnificat (Raniero Cantalamessa, O.F.M. Cap.)