martes, 24 de marzo de 2009

EL HUMO DEL INFIERNO

El 13 de octubre de 1884, el Papa Leon XIII experimentó una horrible visión después de celebrar la Eucaristía. En la capilla privada del Vaticano se detuvo junto al altar, con una expresión de horror y gran impacto en su rostro.

Después compartió las imágenes tan terribles que se le había permitido ver: "Vi demonios y oí sus crujidos, sus blasfemias, sus burlas. Oí la espeluznante voz de Satanás desafiando a Dios, diciendo que él podía destruir la Iglesia y llevar todo el mundo al infierno si se le daba suficiente tiempo y poder. Satanás pidió permiso a Dios de tener 100 años para poder influenciar al mundo como nunca antes había podido hacerlo." Comprendió el Papa la gran importancia que tendría en esta lucha el Arcángel San Miguel (Dn 12,1), ya que era el encargado de lanzar y encadenar a Satanás con sus legiones en el abismo del infierno (Ap 20,1-3;10).

A continuación, el Papa ordenó que se enviara a todos los obispos del mundo una oración compuesta por él mismo, en la que se invocaba la protección del Arcángel sobre el Pueblo de Dios, para que se rezara después de cada Misa.

Años más tarde, el Papa Pablo VI diría: "El humo del infierno ha entrado en mi Iglesia". El humo lleva oscuridad, el humo mancha, el humo impide ver porque en medio del humo los ojos arden y se necesita cerrarlos aún en contra de la voluntad. Por este humo, muchos pastores de almas y sacerdotes no ven, no comprenden el mar de confusión y contradicciones en el que viven. Esto quería Satanás, esto ha logrado su acción malvada.

El Cuerpo Místico de Cristo está envuelto en sombras oscuras por la gran crisis de fe que lo acecha. De entre aquellos que debieran vigilar, demasiados duermen y no están al frente como centinelas vigilantes. Han olvidado las palabras de Cristo dirigidas a Pedro: "Yo te digo que tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella" (Mt 16,18). En las últimas palabras está claramente indicada la tremenda lucha, el choque contínuo, el combate inevitable de las oscuras y misteriosas potencias del mal contra las potencias del bien.

La fe no es producto del hombre, sino un gran don de Dios; fruto precioso de la Redención que brota del Corazón misericordioso del Verbo encarnado. Él es la luz que brilla en las tinieblas y que vino a los suyos, pero los suyos no lo recibieron (Jn 1,11). La Vida divina puede crecer y desarrollarse, se puede debilitar y apagarse. Es necesario abrir los ojos y mantener nuestras lámparas encendidas por medio de la única renovación posible; una verdadera y auténtica conversión que pasa inexorablemente por la humildad, fundamento de todas las demás virtudes.

La Iglesia de Jesucristo necesita hoy auténticos profetas que estén listos para comunicar al Pueblo de Dios lo que necesita saber; y nadie duda que todos necesitamos escuchar, más de una vez, severas advertencias y amonestaciones que nos ayuden a despertar para salir de nuestro letargo espiritual. Resulta bien comprensible, pero quizás nada saludable, que al Pueblo de Dios no le guste oir ciertas cosas. Tampoco al Pueblo de Israel, en tiempos de Jeremías, le gustaba nada la insistencia de aquel "profeta de desgracias"; prefería mucho más los simpáticos vaticinadores del mejor porvenir... Pero todos conocemos lo sucedido.