sábado, 26 de junio de 2010

EL MAGISTERIO DE LA IGLESIA


Aquellos que amamos a Dios de verdad, debemos también amar a su Iglesia incondicionalmente; por este motivo, confiamos en el Magisterio de la Iglesia Católica, sin matices. Creemos que es apto para todos los públicos, sin excepción.

Decimos que la Iglesia es el Cuerpo de Cristo; es decir, el medio para nuestra salvación. El Señor Jesús le mostró a Saulo que, persiguiendo a la Iglesia le estaba persiguiendo a Él mismo (Hch 9). Si escuchamos y acogemos lo que la Iglesia nos dice, escuchamos y acogemos la Palabra de Cristo; si rechazamos lo que nos dice, rechazamos a Cristo mismo (Lc 10,16).

Lo que es extremadamente penoso es el hecho de que muchos Sacerdotes, antes que confiarse humildemente al Magisterio infalible de la Iglesia, erigiéndose con presunción en maestros, se han coaligado con los enemigos de la verdad y se han vuelto responsables de la difusión de no pocas herejías con gran daño para las almas.

Los Santos Padres, los santos y grandes Doctores de la Iglesia jamás se hubieran permitido disentir del juicio autorizado de los que por el Querer divino son los únicos custodios e intérpretes legítimos del Patrimonio de la Revelación; en otras palabras, nunca habrían contestado el legítimo Magisterio de la Iglesia, única Maestra, Custodia e Intérprete de la Divina Palabra. Es clara y manifiesta mala fe, no justificable en ninguno y mucho menos en los Pastores, Sacerdotes y consagrados en general, el afirmar que la Palabra de Dios, como Dios eterno e inmutable, pueda ser adaptada a tiempos mudables, como mudables son los hombres a todo rumor de viento.

Sean quienes sean, teólogos, Pastores o Sacerdotes, que no quieren o no aceptan el Magisterio de la Iglesia se ponen ellos mismos fuera de la Iglesia. No tiene importancia el prestigio, la dignidad ni el cargo que ellos desempeñan; "Quien no está Conmigo está contra Mí" y "quien está contra Mí no tiene parte Conmigo".

En la defensa de la verdad y de la doctrina debemos apoyarnos en la Sagrada Escritura y en la Tradición apostólica, ya que constituyen un solo depósito sagrado de la Palabra de Dios y encomendado a la Iglesia, a los Obispos en comunión con el sucesor de Pedro, para su interpretación por medio del Magisterio. Para que se transmitiera sin error la Palabra de Dios, oral o escrita, Jesús instituyó el Magisterio o la enseñanza de la Iglesia que se lleva a cabo en su Nombre por los Pastores en comunión con el Papa. Los errores prácticos y las incoherencias de los creyentes no invalidan la verdad de una doctrina. Desde el plano del conocimiento algo es verdadero o es falso, y luego viene el plano subjetivo de la conducta que puede ser coherente o no serlo. En concreto, la Iglesia tiene asegurada la asistencia de Dios para proponer la verdad, pero no el buen comportamiento de los fieles ni el éxito social.

Si la enseñanza de la Iglesia acerca de un tema concreto está en un punto y nuestros corazones están en otro punto, ¡quizá el problema no es la enseñanza de la Iglesia! Tal vez el problema es nuestra dureza de corazón. Hoy escuchamos su voz: “no endurezcáis vuestro corazón”. No tengamos miedo de admitir que hemos fallado y que hemos pecado. La misericordia de Dios ha sido dada y debemos confiar en esa misericordia. Solo hay un pecado que deberíamos temer, solo uno: el rechazo a admitir el pecado, porque el rechazo a admitir el pecado es el único pecado que no se puede perdonar. Jesús lo llamó la blasfemia al Espíritu Santo. Cuando nosotros blasfemamos contra el Espíritu Santo estamos diciendo: “no he pecado, no tengo necesidad de que el Espíritu Santo me perdone ningún pecado.” No tengamos miedo de admitir un millón de pecados, únicamente tengamos miedo de justificar el pecado con falsas razones. Confiemos en la misericordia de Dios. Él no está contra nosotros, Él quiere salvarnos.

El sentido último del Magisterio de la Iglesia es transmitir la verdad de Cristo, que implica también la verdad moral. Al proponer las verdades morales racionales el Magisterio no hace otra cosa que desempeñar su misión de salvación; y no podría sanar y salvar al hombre si no lo hiciera así. La Iglesia debe salvar al hombre entero, incluida su racionalidad ya que la racionalidad del hombre es una racionalidad llagada, es decir, afectada por la herida del error y la ignorancia. El Magisterio devuelve, así, a la razón práctica su relación originaria con la verdad.

Los que niegan al Magisterio autoridad para hablar y ordenar con autoridad en cuestiones de moral sostienen el viejo prejuicio que supone la recíproca exclusión entre la fe y la razón; de este modo, reducida la competencia del Magisterio a la sola fe, la razón debería proceder autónomamente en la elaboración de sus normas. Pero esta presentación de la relación entre razón y fe es falsa y no puede sostenerse católicamente, como ha enseñado Juan Pablo II (Veritatis Splendor, 36-ss.). Si bien en la Revelación se encuentran normas morales concretas, sin embargo, puede legítimamente presumirse que en ella Dios no nos ha enseñado explícitamente todas las normas morales determinadas racionalmente cognoscibles, ya que Dios no se sustituye a la causalidad de las personas creadas. Corresponde, pues, a quien Dios mismo da autoridad para hacerlo -es decir, al Magisterio-, dar las normas puntuales según la necesidad de los tiempos.

La relación entre el Magisterio y la conciencia personal es análoga a la que media entre la luz y los ojos: nuestros ojos no ven si no hay luz y nuestra conciencia camina a oscuras sin la guía de una autoridad superior que la forme y la ilumine. Por eso, “la autoridad de la Iglesia, que se pronuncia sobre las cuestiones morales, no menoscaba de ningún modo la libertad de conciencia de los cristianos; no sólo porque la libertad de conciencia no es nunca libertad ‘con respecto a’ la verdad, sino siempre y sólo ‘en’ la verdad, sino también porque el Magisterio no presenta verdades ajenas a la conciencia cristiana, sino que manifiesta las verdades que ya debería poseer, desarrollándolas a partir del acto originario de la fe. La Iglesia se pone sólo y siempre al servicio de la conciencia, ayudándola a no ser zarandeada aquí y allá por cualquier viento de doctrina según el engaño de los hombres (Ef 4,14), a no desviarse de la verdad sobre el bien del hombre, sino a alcanzar con seguridad, especialmente en las cuestiones más difíciles, la verdad y a mantenerse en ella” (Veritatis Splendor, 64). Por eso decía el Papa Juan Pablo II que “el Magisterio de la Iglesia ha sido instituido por Cristo el Señor para iluminar la conciencia”, y que por eso “apelar a esta conciencia precisamente para contestar la verdad de cuanto enseña el Magisterio, comporta el rechazo de la concepción católica de Magisterio y de la conciencia moral”. El Magisterio de la Iglesia ha sido dispuesto por el amor redentor de Cristo para que la conciencia sea preservada del error y alcance siempre más profunda y certeramente la verdad que la dignifica. Al equiparar las enseñanzas del Magisterio con cualquier otra fuente de conocimiento (por ejemplo, la propia conciencia o la opinión de los teólogos) se banaliza el Magisterio y hace inútil el sacrificio redentor de Cristo.

¿No será que está sucediendo lo que San Pablo ya anunció en su segunda Carta a Timoteo? "Va a llegar el tiempo en que la gente no soportará la sana enseñanza; más bien, según sus propios caprichos, se buscarán un montón de maestros que solo les enseñen lo que ellos quieran oír" (4,3). Es por eso que necesitamos escuchar y acoger las palabras que el Papa Juan Pablo II dijo cuando aseguró que en esta época de grandes transformaciones el mundo necesita “hombres de fe viva, con la mirada fija en Dios, verdaderos apóstoles del bien, de la verdad y del amor que preparen los caminos de la nueva evangelización”.