martes, 3 de noviembre de 2009

ME HAS SEDUCIDO SEÑOR

"Tú me has seducido, Señor, y yo me dejé seducir. Me has forzado y has sido más fuerte que yo, ahora soy solo para Ti. Ya ves, Señor, tu Palabra ha sido humillación y sacrificios, por eso resolví no hablar más en tu Nombre ni volverte a mencionar. Pero había en mí como un fuego ardiente, en mi corazón, prendido a mis entrañas, y aunque ahogarlo yo quería no podía contenerlo. Tú me has fascinado, Jesús, y yo me dejé enamorar. He luchado contra Ti, contra todo lo que siento, pero has vencido Tú."

Seguro que muchos hemos escuchado estas palabras que corresponden a un bonito canto de la Hermana Glenda, o bien hemos podido leer la mayoría de ellas en el libro del profeta Jeremías (20,7-9). Y es que esta es la experiencia de aquellos que han quitado de su corazón todo lo que estorba para encontrar a Dios dentro de él. Muchas veces buscamos lo que no existe y, en cambio, pasamos al lado de un tesoro y no lo vemos. Como decía el Hermano San Rafel, esto nos pasa con Dios cuando le buscamos en la vida de abstracción, en la lectura, en una maraña de cosas que a nosotros nos parecen mejores cuanto más complicadas; sin embargo, a Dios le llevamos dentro y ahí no le buscamos. Todo es sencillo y simple, y eso está a nuestro alcance.

"Tú, Señor, eres todo lo que tengo; he prometido poner en práctica tus palabras. De todo corazón he procurado agradarte; trátame bien, conforme a tu promesa. Me puse a pensar en mi conducta y volví a obedecer tus mandatos. Me he dado prisa, no he tardado en poner en práctica tus mandamientos. Me han rodeado con trampas los malvados, pero no me he olvidado de tu enseñanza. A medianoche me levanto a darte gracias por tus justos decretos. Yo soy amigo de los que te honran y de los que cumplen tus preceptos. Señor, la tierra está llena de tu amor; ¡enséñame tus leyes! (Sal 119,57-64).

Jeremías, el seducido por el Señor, tuvo que tomar partido frente a los acontecimientos de su época, como profeta de Dios, ocasionándole innumerables padecimientos (Jer 38,1-13) esta firme toma de posición. En las dos primeras décadas de su actividad profética, su principal preocupación fue lograr que Israel tomara conciencia de sus pecados. De ahí la insistencia con que el profeta denuncia la mentira, la violencia, la injusticia con el prójimo, la dureza de corazón y, sobre todo, el pecado que está en la raíz de todos estos males: el abandono de Dios (Jer 2,13; 9,3). En lugar de mantenerse fiel al Señor, que lo había liberado de la esclavitud en Egipto, el pueblo le dio la espalda (Jer 2,27; 7,24), lo abandonó (Jer 2,19) y se prostituyó sirviendo a otros dioses (Jer 3,1; 13,10). Esta infidelidad a la alianza debía traer como consecuencia inevitable el juicio divino. Por eso, al mismo tiempo que condenaba la gravedad del pecado y llamaba a la conversión, Jeremías anunció la inminencia del desastre, y hasta se atrevió a predecir públicamente la destrucción del Templo de Jerusalén (Jer 7,14).

Esta predicación de Jeremías, especialmente después de la muerte del rey Josías, encontró una resistencia cada vez más obstinada por parte de sus compatriotas (Jer 11,18-19). El pueblo y sus gobernantes no atinaban a encontrar el verdadero camino, y ni siquiera eran capaces de reaccionar cuando la voz de los profetas los llamaba a la reflexión. La experiencia de este rechazo, repetida una y otra vez, hizo que Jeremías se interrogara dolorosamente sobre el porqué de aquella resistencia a la Palabra de Dios. La expresión más conmovedora de estas dolorosas experiencias son las llamadas "Confesiones de Jeremías" (Jer 15,20-21; 17,14-18; 18,18-23; 20,7-8) que tienen algunas semejanzas con los Salmos de lamentación. Su lectura deja entrever la sinceridad y profundidad del diálogo que el profeta mantuvo con el Señor en sus momentos de crisis. Jeremías expresa su decepción y amargura por los innumerables sufrimientos que le había supuesto el cumplimiento de su misión, y las respuestas que le da el Señor resultan a primera vista desconcertantes: unas veces le responde con nuevas preguntas, y otras le da a entender que las pruebas aún no han terminado y que deberá afrontar otras todavía más duras. Así el Señor le fue revelando poco a poco que el sufrimiento por la fidelidad a la Palabra es inseparable del ministerio profético.

"Dios mío, escucha mi oración; no desatiendas mi súplica. Hazme caso, contéstame; en mi angustia te invoco... Me ha entrado un temor espantoso; ¡estoy temblando de miedo!, y digo: Ojalá tuviera yo alas como de paloma; volaría entonces y podría descansar. Volando me iría muy lejos; me quedaría a vivir en el desierto... No me ha ofendido un enemigo, cosa que yo podría soportar; ni se ha alzado contra mí el que me odia, de quien yo podría esconderme. ¡Has sido tú, mi propio camarada, mi más íntimo amigo, con quien me reunía en el templo de Dios para conversar amigablemente, con quien caminaba entre la multitud!... Pero yo clamaré a Dios; el Señor me salvará. Me quejaré y lloraré mañana, tarde y noche, y Él escuchará mi voz. En las batallas me librará, y me salvará la vida, aunque sean muchos mis adversarios... Deja tus preocupaciones al Señor y Él te mantendrá firme; nunca dejará que caiga el hombre que le obedece" (Sal 55,2-3.6-8.13-15.17-19.23).