sábado, 31 de julio de 2010

REMA MAR ADENTRO

Hoy resuenan las palabras que Jesucristo dirigió a Simón Pedro, después de haber hablado a la muchedumbre desde su barca: “Rema mar adentro” (Lc 5,4). Esta palabra nos invita a recordar con gratitud el pasado, a vivir con pasión el presente y a abrirnos con confianza al futuro, porque “Jesucristo es el mismo ayer, hoy y siempre” (Heb 13,8). Somos profetas del Evangelio enviados para involucrarnos en la evangelización y en la proclamación de la Buena Noticia de Jesucristo a los habitantes de esta generación sin esperanza. El tercer milenio debe ser para nosotros la ocasión para hacer renacer la esperanza y poner fin al miedo. Como cooperadores de Dios que somos no echemos en saco roto su gracia, porque el Espíritu Santo está diciendo a la Iglesia: “Ahora es el tiempo de gracia, ahora es el día de la salvación” (2 Cor 6,1-2). Es tiempo para ponernos en pie, levantar las manos y dar gracias a Dios por su fidelidad. Pidamos al Señor que hoy no suceda lo mismo que recoge el profeta Ezequiel: “He buscado entre ellos alguno que construyera un muro y se mantuviera de pie en la brecha ante mí... pero no he encontrado a nadie” (22,30).

Es tiempo de asumir la responsabilidad de que hemos sido llamados a ser luz del mundo y sabemos que no puede ocultarse una ciudad situada en lo alto de un monte (Mt 5,14). Debemos clamar al Señor para que derrame en abundancia su Espíritu Santo sobre nosotros y nos queme con su fuego para que podamos incendiar a otros. El Señor va a despertar a muchos que han estado tibios o fríos.

Lo que marca la diferencia en nuestro servicio al Señor y en los resultados pastorales es la actitud y el carácter que hay en nosotros. Necesitamos ser cristianos con coraje que doblan sus rodillas ante el Trono de la Gracia porque hemos sido llamados a animar, alentar y exhortar para inspirar y provocar una respuesta de santidad, arrepentimiento y conversión. Es necesario despertar al conjunto de los creyentes porque el Señor ha tocado nuestros labios, ha perdonado nuestro pecado, y nos ha mostrado su rostro y su amor. Por eso no debemos tener miedo ni acobardarnos, ya que Él nos reviste de autoridad para ser sus profetas, predicar su Palabra y en el mundo su Iglesia edificar.

“¿A quién enviaré, quién irá de mi parte?”, dice el Señor; “¿A quién enviaré a predicar mi Palabra, a ser mi embajador?” ¡Ve al frente, oh Dios! Levanta tu voz y ármanos con tu verdad. Respondamos al Señor de corazón: Aquí estoy, Señor; no dejaré pasar jamás tu Palabra. ¡Envíame a mí! Cuenta conmigo, estoy dispuesto.

viernes, 23 de julio de 2010

EL DISCERNIMIENTO HOY


Estamos llamados a predicar todo el Evangelio; no solo una parte de él o un medio evangelio, que no sería más que un mensaje pasado por agua y tibio. Jeremías fue enviado “para arrancar y derribar, para destruir y demoler, y también para construir y plantar” (Jer 1,10). Según el apóstol Pedro, Jesucristo es “piedra de tropiezo, pues ellos tropiezan al no hacer caso del mensaje” (1 Pe 2,8). Hoy día encontramos muchos creyentes que han escogido escuchar predicaciones suaves y un evangelio “amistoso” que no expone el pecado, cerrando la puerta al arrepentimiento y a la conversión, causando únicamente dureza de corazón. Hoy parece que nos gusta escuchar lo que halaga el oído; en esta era mimada nadie quiere oír hablar de pecado, de juicio o de arrepentimiento. La Iglesia de Jesucristo necesita hoy auténticos profetas que estén listos para comunicar al Pueblo de Dios lo que necesita saber; y nadie duda que todosnecesitamos escuchar, más de una vez, severas advertencias y amonestaciones que nos ayuden a despertar para salir de nuestro letargo espiritual. Resulta bien comprensible, pero quizás nada saludable, que al Pueblo de Dios no le guste oír ciertas cosas. Tampoco al Pueblo de Israel, en tiempos de Jeremías, le gustaba nada la insistencia de aquel "profeta de desgracias"; prefería mucho más los simpáticos vaticinadores del mejor porvenir; pero ya conocemos lo sucedido en aquella etapa de la historia del Pueblo elegido. El amor auténtico se manifiesta en que a veces hay que decir lo que no gusta escuchar, porque se trata del bien de las personas y no del gusto de lo que escuchamos.

El Espíritu Santo viene para convencer del pecado (Jn 16,8), les había dicho Jesús a los suyos cuando les explicaba que era conveniente que Él se marchara para que pudiera enviarles el Paráclito, el Defensor. Solo hay un pecado que deberíamos temer, solo uno: el rechazo a admitir el pecado, porque el rechazo a admitir el pecado es el único pecado que no se puede perdonar. Jesús lo llamó la blasfemia al Espíritu Santo. No tengamos miedo de admitir un millón de pecados, únicamente tengamos miedo de justificar el pecado con falsas razones. Confiemos en la misericordia de Dios. No olvidemos que todo se nos da por medio de Cristo; sin embargo, para que recibamos todo de Dios, por medio de Cristo, debemos también hacer volver todo a Dios, a través de Cristo, también nuestro corazón. Éste es el movimiento de la gracia.

Hoy no se acepta un mensaje que moleste o perturbe nuestro mundo de éxito y de comodidad, y se rechaza cualquier clase de corrección. Bajo la bandera del amor todo se disculpa y todo vale. Estamos un poco cansados de escuchar la palabra “amor” para todo y, en cambio, se tiene miedo a hablar de la Verdad, como si los que somos de Cristo tuviésemos miedo de conocerla en su plenitud. Leemos en la encíclica Caritas in Veritate de Benedicto XVI: “Sin verdad, la caridad cae en mero sentimentalismo. El amor se convierte en un envoltorio vacío que se rellena arbitrariamente. Este es el riesgo fatal del amor en una cultura sin verdad” (3). Muchos predican hoy un mensaje suave porque están viviendo en pecado y no hay discernimiento entre lo que es del Evangelio y lo que es de la carne. La Palabra de Dios es siempre un aviso claro, lleno de juicio contra el pecado pero lleno de esperanza para el arrepentimiento.

El ejemplo de David, cuyo pecado fue expuesto sin temor y con gran sabiduría por parte del profeta Natán, nos muestra un corazón que fue quebrantado para poder arrepentirse y acoger la misericordia de Dios (2 Sam 11-12). La evidencia de que hubo restauración en la vida de David es su propio testimonio, escrito en los días previos a su muerte: “Tú, Señor, eres mi protector, mi lugar de refugio, mi libertador, mi Dios, la roca que me protege, mi escudo, el poder que me salva, mi más alto escondite... En mi angustia llamé al Señor, pedí ayuda a mi Dios y él me escuchó... Dios me tendió la mano desde lo alto y con su mano me sacó del mar inmenso... el Señor me dio su apoyo; me sacó a la libertad, ¡me salvó porque me amaba!” (2 Sam 22,2-3;7;17;19-20). ¡Qué maravilla! Es la oración de alguien cuyo pecado ha sido expuesto, cuyo corazón ha sido quebrantado y cuya alma ha sido salvada por la misericordia de Dios. El pecado de David, que fue grave, tuvo que ser expuesto y reconocido para que se abriera la puerta al arrepentimiento y a la salvación.

viernes, 16 de julio de 2010

LA "SANTA MONTAÑA"

Subamos con María a la santa montaña de nuestra perfecta conformación a Jesús Crucificado.

¡Cuántas veces Jesús amaba subir a los montes, empujado por un ardiente deseo de soledad y de silencio, para vivir con más intensidad su unión con el Padre! Desde adolescente, con frecuencia buscaba refugio en las colinas que circundan Nazaret; en la montaña promulgó la ley evangélica de las Bienaventuranzas; sobre el monte Tabor vivió el éxtasis de su transfiguración; en Jerusalén, ciudad sobre el monte, recogió a los suyos para la última Cena y pasó las dolorosas horas de su interior agonía; sobre el monte Calvario consumó su Sacrificio; sobre el monte de los Olivos aconteció la definitiva separación de los suyos con la gloriosa ascensión al Cielo.

Subamos hoy con María esta "santa montaña", que es Jesucristo, para que podamos entrar en una intimidad de vida con Él. Subamos al "santo monte" de su Sabiduría, que se nos revela a nosotros, si somos pequeños, humildes y pobres. Nuestra mente será atraída por Su mente divina, y penetraremos el secreto de la Verdad revelada en la Sagrada Escritura, y seremos cautivados por la belleza de su Evangelio, y diremos con valentía a los hombres de hoy la Palabra de Jesús, que es la única que ilumina y puede conducir a la plenitud de la Verdad.

Subamos al "santo monte" de su Corazón para ser transformados por la zarza ardiente de su divina Caridad. Entonces nuestro corazón se dilatará y plasmará según el Suyo y seremos en el mundo el mismo latido del Corazón de Jesús, que va en busca, sobre todo, de los más alejados y quiere envolver a todos con la llama de su infinita miseridordia.

Subamos al "santo monte" de su divina Humanidad, para que podamos llegar a ser reflejo de su perenne inmolación por nosotros. Sus ojos en nuestros ojos, sus manos en nuestras manos, su Corazón en nuestro corazón, sus sufrimientos en nuestros sufrimientos, sus llagas en nuestras llagas, su Cruz en nuestra cruz. Así, nosotros llegamos a ser fuerte presencia de Jesús que por nuestro medio, puede todavía hoy obrar eficazmente para llevar a todos a la salvación. En esta salvación está el triunfo del Corazón Inmaculado de María, y con él finaliza la batalla a la que nos ha llamado y se realiza su anunciada victoria.

Subamos con María a la "Santa Montaña", que es Cristo, para ser perfectamente conformados a Él, de modo que pueda revivir en cada uno de nosotros para conducirnos a todos a la salvación.

Fuente: A los Sacerdotes, hijos predilectos de la Santísima Virgen
 

martes, 6 de julio de 2010

TU ERES MI TODO, SEÑOR

Tú eres mi fuerza y mi canción, tú mi riqueza y mi porción. ¡Tú eres mi todo, Señor!
Tú eres la perla que encontré, por darte todo yo opté. ¡Tú eres mi todo!

Cristo, Cordero, digno eres tú

Veo mi pecado y mi dolor, y tú me ofreces el perdón. ¡Tú eres mi todo, Señor!
De tu presencia tengo sed, solo tu rostro quiero ver. ¡Tú eres mi todo!

De la mano de María, Señor, hoy yo me quiero ofrendar nuevamente, mi vida entera entregar a ti, mi Dios y mi Dueño. Me quiero comprometer a amarte y a serte fiel, sin importar lo que cueste.

Porque yo creo en ti, cuenta conmigo hasta el fin, dame tu gracia y me basta.

Toma, Señor, y recibe toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento y toda mi voluntad; Tú me lo diste: a ti, Señor, te lo entrego.

Todo es tuyo, Señor; dispón de todo según tu voluntad. Solo dame tu amor y tu gracia, que esto me basta.

AMEN