viernes, 23 de julio de 2010

EL DISCERNIMIENTO HOY


Estamos llamados a predicar todo el Evangelio; no solo una parte de él o un medio evangelio, que no sería más que un mensaje pasado por agua y tibio. Jeremías fue enviado “para arrancar y derribar, para destruir y demoler, y también para construir y plantar” (Jer 1,10). Según el apóstol Pedro, Jesucristo es “piedra de tropiezo, pues ellos tropiezan al no hacer caso del mensaje” (1 Pe 2,8). Hoy día encontramos muchos creyentes que han escogido escuchar predicaciones suaves y un evangelio “amistoso” que no expone el pecado, cerrando la puerta al arrepentimiento y a la conversión, causando únicamente dureza de corazón. Hoy parece que nos gusta escuchar lo que halaga el oído; en esta era mimada nadie quiere oír hablar de pecado, de juicio o de arrepentimiento. La Iglesia de Jesucristo necesita hoy auténticos profetas que estén listos para comunicar al Pueblo de Dios lo que necesita saber; y nadie duda que todosnecesitamos escuchar, más de una vez, severas advertencias y amonestaciones que nos ayuden a despertar para salir de nuestro letargo espiritual. Resulta bien comprensible, pero quizás nada saludable, que al Pueblo de Dios no le guste oír ciertas cosas. Tampoco al Pueblo de Israel, en tiempos de Jeremías, le gustaba nada la insistencia de aquel "profeta de desgracias"; prefería mucho más los simpáticos vaticinadores del mejor porvenir; pero ya conocemos lo sucedido en aquella etapa de la historia del Pueblo elegido. El amor auténtico se manifiesta en que a veces hay que decir lo que no gusta escuchar, porque se trata del bien de las personas y no del gusto de lo que escuchamos.

El Espíritu Santo viene para convencer del pecado (Jn 16,8), les había dicho Jesús a los suyos cuando les explicaba que era conveniente que Él se marchara para que pudiera enviarles el Paráclito, el Defensor. Solo hay un pecado que deberíamos temer, solo uno: el rechazo a admitir el pecado, porque el rechazo a admitir el pecado es el único pecado que no se puede perdonar. Jesús lo llamó la blasfemia al Espíritu Santo. No tengamos miedo de admitir un millón de pecados, únicamente tengamos miedo de justificar el pecado con falsas razones. Confiemos en la misericordia de Dios. No olvidemos que todo se nos da por medio de Cristo; sin embargo, para que recibamos todo de Dios, por medio de Cristo, debemos también hacer volver todo a Dios, a través de Cristo, también nuestro corazón. Éste es el movimiento de la gracia.

Hoy no se acepta un mensaje que moleste o perturbe nuestro mundo de éxito y de comodidad, y se rechaza cualquier clase de corrección. Bajo la bandera del amor todo se disculpa y todo vale. Estamos un poco cansados de escuchar la palabra “amor” para todo y, en cambio, se tiene miedo a hablar de la Verdad, como si los que somos de Cristo tuviésemos miedo de conocerla en su plenitud. Leemos en la encíclica Caritas in Veritate de Benedicto XVI: “Sin verdad, la caridad cae en mero sentimentalismo. El amor se convierte en un envoltorio vacío que se rellena arbitrariamente. Este es el riesgo fatal del amor en una cultura sin verdad” (3). Muchos predican hoy un mensaje suave porque están viviendo en pecado y no hay discernimiento entre lo que es del Evangelio y lo que es de la carne. La Palabra de Dios es siempre un aviso claro, lleno de juicio contra el pecado pero lleno de esperanza para el arrepentimiento.

El ejemplo de David, cuyo pecado fue expuesto sin temor y con gran sabiduría por parte del profeta Natán, nos muestra un corazón que fue quebrantado para poder arrepentirse y acoger la misericordia de Dios (2 Sam 11-12). La evidencia de que hubo restauración en la vida de David es su propio testimonio, escrito en los días previos a su muerte: “Tú, Señor, eres mi protector, mi lugar de refugio, mi libertador, mi Dios, la roca que me protege, mi escudo, el poder que me salva, mi más alto escondite... En mi angustia llamé al Señor, pedí ayuda a mi Dios y él me escuchó... Dios me tendió la mano desde lo alto y con su mano me sacó del mar inmenso... el Señor me dio su apoyo; me sacó a la libertad, ¡me salvó porque me amaba!” (2 Sam 22,2-3;7;17;19-20). ¡Qué maravilla! Es la oración de alguien cuyo pecado ha sido expuesto, cuyo corazón ha sido quebrantado y cuya alma ha sido salvada por la misericordia de Dios. El pecado de David, que fue grave, tuvo que ser expuesto y reconocido para que se abriera la puerta al arrepentimiento y a la salvación.