miércoles, 19 de octubre de 2011

CONFUSION Y PERSEVERANCIA II

San Pablo, en su tercer viaje misionero que termina con su llegada a Jerusalén, se reúne con los pastores de la Iglesia de Éfeso para exhortarles y darles el último mensaje: “Estad alerta y recordad que durante tres años no dejé de aconsejar día y noche, con lágrimas, a cada uno de vosotros” (Hch 20,31). ¿Qué es lo que le preocupaba tanto al apóstol como para pasar tres años gimiendo por los efesios? ¿Qué asunto pudo sacudir tan profundamente a este hombre de oración y lleno de Dios?

Las advertencias del apóstol no fueron acerca del caos que podía ocurrir fuera de las puertas de la Iglesia; su preocupación no estaba en el adulterio, la decadencia moral, la persecución, la pobreza o la guerra. San Pablo amonestó a los efesios acerca de la cizaña en el interior de la casa de Dios y la oscuridad que propician aquellos que debieran ser luz, ejemplo y guía para los demás. “Por lo tanto, estad atentos y cuidad de todo el rebaño sobre el que el Espíritu Santo os ha puesto como guardianes para que cuidéis de la Iglesia de Dios, la cual compró él con su propia sangre. Sé que cuando me vaya vendrán otros que, como lobos feroces, querrán acabar con la Iglesia. Aun entre vosotros mismos se levantarán algunos que enseñarán mentiras para que los creyentes los sigan” (Hch 20,28-30).

La gran preocupación de San Pablo estaba en lo que él vio venir dentro de los muros de la Iglesia; lobos feroces que dividen al rebaño y esparcen las ovejas por medio del error y un evangelio distorsionado. Cuando esto sucede y los pastores no protegen al rebaño, los creyentes pierden el primer amor y se van alejando de Dios y de la verdad, tal y como Cristo advirtió a los propios efesios y que recoge el libro del Apocalipsis en uno de los siete mensajes a las Iglesias de la provincia de Asia: “... tengo una cosa contra ti, y es que has perdido tu amor del principio. Por eso, recuerda de dónde has caído, vuélvete a Dios... de lo contrario, iré donde ti y cambiaré tu candelero de su lugar. Eso haré si no te arrepientes” (Ap 2,4-5).

¿Dónde está hoy el discernimiento? ¿Dónde están los Jeremías que por amor a Dios y a su Iglesia se exponen como ciudad fortificada, como columna de hierro y como muralla de bronce? ¿Dónde se encuentran los centinelas que reciben la Palabra del Corazón de Dios y la comunican para restaurar todo lo que Satanás ha robado por medio del pecado? En la Misa solemne que el Papa presidió el día 29 de junio del pasado año con motivo de la fiesta de San Pedro y San Pablo, subrayó que las persecuciones, “a pesar de los sufrimientos que provocan, no constituyen el peligro más grave para la Iglesia”. El mayor daño para la Iglesia se encuentra en lo que contamina la fe y la vida cristiana de sus miembros y de sus comunidades, causando erosión en la integridad del Cuerpo Místico y debilitando su capacidad de profecía y de testimonio, empañando la belleza de su rostro.

San Pablo nos dice en su carta a los Efesios (2,20) que la Iglesia está edificada sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, siendo el mismo Cristo Jesús la piedra angular. El profeta es enviado por Dios a proclamar al Pueblo la verdad que conduce a la conversión y a la obediencia. El profeta auténtico no revela una nueva verdad sino que proclama la verdad ya revelada por Cristo, pero muchas veces olvidada; el profeta desvela la confusión del mundo y descubre el verdadero curso de la historia en Jesucristo. “Cuando no hay profetas, el pueblo se relaja”, nos dice el libro de los Proverbios (29,18). Sin profecía, la Iglesia languidece, su mensaje no puede penetrar el corazón. La profecía cristiana, por tanto, inicia la acción de Dios en medio de la Iglesia (Hch 11,27-30), despierta al Pueblo de Dios para escuchar su Palabra (Ap 3,1-6), proclama la Palabra de Dios públicamente y desata el poder del Espíritu Santo (Jer 5,14). La profecía nos anima, alienta y exhorta; nos amonesta, corrige y convence de pecado; nos inspira para producir un efecto y provocar una respuesta.

El Espíritu Santo viene para convencer del pecado (Jn 16,8), les había dicho Jesús a los suyos cuando les explicaba que era conveniente que Él se marchara para que pudiera enviarles el Paráclito, el Defensor. Solo hay un pecado que deberíamos temer, solo uno: el rechazo a admitir el pecado, porque el rechazo a admitir el pecado es el único pecado que no se puede perdonar. Jesús lo llamó la blasfemia al Espíritu Santo. Cuando nosotros blasfemamos contra el Espíritu Santo estamos diciendo: “no he pecado, no tengo necesidad de que el Espíritu Santo me perdone ningún pecado”. No tengamos miedo de admitir un millón de pecados, únicamente tengamos miedo de justificar el pecado con falsas razones. Confiemos en la misericordia de Dios. Él no está contra nosotros, Él quiere salvarnos. No olvidemos que todo se nos da por medio de Cristo; sin embargo, para que recibamos todo de Dios, por medio de Cristo, debemos también hacer volver todo a Dios, a través de Cristo, también nuestro corazón. Éste es el movimiento de la gracia.