viernes, 20 de mayo de 2011

¡ENVIAME A MI!

"A pesar de mi pequeñez, quisiera iluminar las almas como lo han hecho los profetas, los doctores; tengo la vocación de ser apóstol. Quisiera recorrer la tierra, predicar tu nombre y plantar sobre la tierra de los infieles tu cruz gloriosa; pero, oh amado mío, una sola misión no me bastaría, quisiera al mismo tiempo anunciar el Evangelio en las cinco partes del mundo y hasta las islas más alejadas. Quisiera ser misionera no solamente por algunos años, sino que quisiera haberlo sido desde la creación del mundo y serlo hasta la consumación de los siglos" (Santa Teresa del Niño Jesús).

Tenemos una profunda convicción de que ahora es cuando y éste es el tiempo en el que Dios puede hacer una diferencia para lograr un cambio en nuestras vidas, en nuestra Iglesia y en nuestros conciudadanos, pero solo con nuestra cooperación. Por este motivo, ofrecemos nuestra firme decisión de colaborar con Aquel que desea hacer algo nuevo y abrir un camino en el desierto (Is 43,19) de este país por medio de su Iglesia. El tiempo nos apremia; o más bien, es el amor de Cristo el que nos apremia (2 Cor 5,14) y nos empuja a buscar los bienes de allá arriba, donde está Cristo, sentado a la derecha de Dios (Col 3,1-2).

El Señor ha ido encendiendo un fuego en nuestro corazón que, lejos de extinguirse, no ha dejado de crecer y de inspirar en nosotros una decisión firme de ir más allá y de mirar donde otros no miran, fijando nuestra mirada solo en Dios. Él nos está inivitando a ir hacia delante sin volver más nuestra mirada atrás (Lc 9,62), para conquistar nuevos horizontes. Ha puesto en nosotros la seguridad de que en medio de nuestra propia incapacidad, es Él quien nos capacita.

¡Cuántos gigantes que pretenden intimidarnos tenemos que enfrentar como le sucedió a David con Goliat! Los gigantes que están dentro de nosotros mismos y que nos dicen que siempre es más seguro lo que hay en nuestra orilla, de manera que no busquemos remar mar adentro; los gigantes que están muy cerca de nosotros y que nos dicen que no es para tanto, de manera que no demos el paso de saltar de la barca para caminar por el agua; y los gigantes que vemos a nuestro alrededor y que nos dicen que hay otras cosas más necesarias por hacer, de manera que no miremos más allá y soñemos con algo diferente en razón de nuestra alma misionera. Sin embargo, la única manera de enfrentar a un gigante es como lo hizo el mismo David, sin temor y recordando siempre la fidelidad y las promesas de Dios (1 Sam 17, 32-37).

No podemos olvidar que la Iglesia existe en razón de la misión de anunciar el Evangelio y hoy se encuentra en un escenario nuevo y diferente, en medio de una dura situación de enfriamiento religioso y socialización de la increencia; ¿qué estamos esperando para concluir que es tiempo de pensar en algo nuevo que sea capaz de responder a las necesidades actuales? ¿Qué entendemos por "vino nuevo en odres nuevos" (Mt 9,17)? ¿Tan difícil nos resulta discernir los "signos de los tiempos" (Mt 16,3)?

La vocación del evangelizador es apremiante, rompedora, verdaderamente profética. El Espíritu prepara y mueve, la Iglesia reconoce y envía (Hch 13,2). Evangelizar es un acto de amor, de compasión, de alabanza a Dios y de misericordia con el hermano necesitado. La verdad de la nueva evangelización depende de la renovación espiritual de la Iglesia, de los Obispos y Sacerdotes, de los religiosos y de los laicos. La evangelización tiene que ser obra de discípulos fieles, entusiasmados con la persona y el mensaje de Jesús, desprendidos del mundo, libres de toda consideración humana, arrebatados por el Espíritu de Cristo, movidos por el amor a Jesucristo y a los hermanos, con el corazón puesto en la vida eterna, dispuestos literalmente a dar la vida por la difusión del Evangelio y el reconocimiento de la gracia y de la bondad de Dios.

Aquí estoy, Señor; no dejaré pasar jamás tu Palabra. ¡Envíame a mí!

miércoles, 11 de mayo de 2011

UN FUEGO EXTRAÑO

Una predicación que escuchaba ayer en internet me inspiró para escribir este artículo de hoy.

"Nadab y Abihú, hijos de Aarón, tomaron cada uno su incensario, les pusieron brasas, les echaron incienso y ofrecieron ante el Señor un fuego extraño que Él no les había mandado. Entonces salió de la presencia del Señor un fuego que los devoró. Murieron delante del Señor. 
Moisés dijo entonces a Aarón: Esto es lo que el Señor había declarado cuando dijo: En los que se me acercan mostraré mi santidad, y ante la faz de todo el pueblo manifestaré mi gloria. Aarón guardó silencio" (Lev 10,1-3).

Creo que este texto bíblico nos cuestiona y nos interroga a los que deseamos servir al Señor y a los que tienen responsabilidad como pastores del Pueblo de Dios. Vemos que estos dos hijos mayores de Aarón mueren al instante después de ofrecer "un fuego extraño" que no agradó a Dios y que Él no había ordenado. Notemos que el Señor no tuvo en cuenta las buenas intenciones o el hecho de que formaban parte del Pueblo elegido y que además estaban haciendo algo por Dios. Simplemente se trataba de un fuego extraño para Dios porque no era genuino, auténtico, según su voluntad.

Claro que hoy no muere nadie al instante por acercarse a la Eucaristía de forma incorrecta, por presentar una alabanza de cualquier manera o por equivocarse al predicar. Lo que nos encontramos en el Antiguo Testamento son como principios, la sombra de lo que hoy podemos entender a la luz de la plena Revelación de Dios manifestada en Jesucristo, como la nueva y definitiva Alianza.

En el capítulo 16 del mismo libro del Levítico, versículo 12, se indica cómo debía ser aquella ofrenda según lo que el Señor deseaba: "Tomará después un incensario lleno de brasas tomadas del altar que está ante el Señor, y dos puñados de incienso aromático en polvo para introducirlo detrás del velo." El Señor dijo expresamente que tenía que ser un fuego tomado de su altar, no importan las intenciones; tiene que ser un fuego genuino.

Como cristianos, ¿hacemos las cosas por hacerlas con miedo a tomar conciencia de los verdaderos problemas que nos atañen y preferimos mirar para otra parte pensando que las cosas van bien, o en verdad queremos en nuestra Iglesia que haya un fuego genuino? Como apóstoles de Jesucristo, ¿nos conformamos con una pastoral de mantenimiento pensando que seguimos viviendo en un régimen de cristiandad y ofreciendo un fuego extraño, o en verdad deseamos un modelo de Iglesia más misionera que apueste por una nueva evangelización como el fuego único y genuino que solo genera el Espíritu Santo?

La soberanía y el poder de Dios es lo que envuelve su Iglesia y eso está por encima de nuestras intenciones, de nuestros planes e incluso de nuestra fe. No es lo que nosotros sintamos o creamos, sino que se trata de lo que el Espíritu Santo hace en nosotros y por medio de nosotros. Sin embargo, para que esto sea posible necesitamos vivir en comunión con Él cada día, cada instante y cada circunstancia de nuestra vida. Si no es así, es muy probable que al acudir el Domingo a la Eucaristía estemos presentando un fuego extraño porque Dios no reconoce nuestra voz que ha sido dirigida a Él tan solo un día en toda la semana.

Las indicaciones para presentar la ofrenda eran muy claras y explícitas: "dos puñados de incienso aromático". Cuántas veces queremos hacer las cosas a nuestra manera y nos instalamos en nuestras propias seguridades, clasificando y encorsetando a Dios según nuestros propios esquemas y planes. No utilicemos a Dios para hacer las cosas a nuestra imagen y semejanza: "Con Dios no se juega: lo que uno siembre, eso cosechará. El que siembra para la carne, de ella cosechará corrupción; el que siembra para el espíritu, del Espíritu cosechará vida eterna" (Gal 6,7-8).

¿Cómo es el Dios de amor que los cristianos predicamos? El error es creer que el Dios del Antiguo Testamento es un Dios malhumorado que ahora se endulzó; el error es creer que Dios se afeminó en el Nuevo Testamento porque malinterpretamos eso de que antes era el Dios de los ejércitos y ahora Aquel que dice: "al que te pegue en una mejilla ofrécele también la otra". Pero Dios no ha cambiado los principios; Él ama al pecador, ama a los gentiles, pero quiere que tomemos con celo santo sus cosas. Que adoremos con manos limpias y no sea un fuego extraño.

¿Quieres ver a Jesús hecho un huracán? ¿Quieres ver a un Jesús lleno de ira santa que ya no habla, no explica a los que están ofreciendo un fuego extraño y solo actúa? Lo encontrarás en el templo echando a todos los que lo habían convertido en un mercado. ¿Queremos provocar el juicio de Dios? No hay más que interponerse en el que camino de los que quieren llegar a Él de verdad y desean hacer las cosas a su manera, según su voluntad. Si con manos sucias estás impidiendo que la gente venga a Él, te quitará de en medio; a su forma, permitiendo lo que sea necesario. Dios nos libre de hacer un negocio, Dios nos libre de crear un imperio con la fe, porque el Señor lo dice y derriba el imperio. Dios lo derriba si su gloria no es lo principal.

Apareció el Dios de los ejércitos; el mismo Dios que fulminó a Nadab y Abihú es el Dios del Nuevo Testamento personificado en Jesucristo. El que lloró por Jerusalén que no le recibió al oponerse al modo en que Dios había querido salvar a la humanidad, fue el autor de aquellas palabras con semejante tono profético y gran dureza que debieron hacer reflexionar a más de uno: "Os aseguro que aquí no va a quedar piedra sobre piedra. ¡Todo será destruído!" (Mt 24,2). Él no cambia; es el mismo ayer, hoy y siempre. Es el mismo que desea santidad en aquellos que le sirven. Tengamos hambre de esta santidad. Ezequías dijo: santificad la casa del Señor y sacad del santuario la inmundicia. Seamos honestos y expongamos lo que le molesta al Señor; saquemos la basura al patio para que se sepa que nos hemos tomado en serio nuestra fe y nuestra misión. No podemos ser medio genuinos o un poco genuinos, somos genuinos o somos fuego extraño. Ofrezcamos un fuego genuino a Dios, auténtico y como Él lo desea; nunca más un fuego extraño.

jueves, 5 de mayo de 2011

BENDITA ENTRE TODAS LAS MUJERES

"Desde ahora me felicitarán todas las generaciones" (Lc 1,48).

Tras 2000 años, la profecía de María no ha dejado de realizarse en todas las generaciones. Sin embargo, con Orlando Gibbons, a mediados del siglo XVIII nos sumergimos en el corazón de los vivos debates de la Iglesia anglicana a propósito del culto dado a la Virgen María. ¿Se debe conservar la rica tradición católica o adoptar el minimalismo protestante? ¿Puede una criatura ser beneficiaria del honor de los altares sin perjuicio para la gloria del Creador? ¿Se otorga a la Madre de Dios un honor debido solo a Dios?

Escuchemos la respuesta de Isabel a estas preguntas. Ella no dice: "¿De dónde me viene esta felicidad de que mi Señor viene hasta mí?" sino "¿cómo es que viene a mí la Madre de mi Señor?" (Lc 1,43). Si Isabel considera que la aportación de María a la acción de la gracia merece ser honrada y que honrarla es honrar a la gracia que por ella se nos da, ¿quiénes somos nosotros para discutir esta prerrogativa? Y además ¿se imagina uno a María profetizando que todas las generaciones le rendirán homenaje si con este homenaje se corriera el riesgo, en alguna manera, de que Cristo fuera arrinconado? La devoción a María, en tanto que nos conduce a su hijo, es correcta. Sin embargo, el Magníficat no es un cántico a la gloria de María; es el cántico de acción de gracias de los salvados, con María a la cabeza, en homenaje a su Salvador.

Si conviene que todas las generaciones digan que María es bienaventurada, no es sólo porque ella es la madre biológica del Señor. Isabel exclama: "Bienaventurada la que ha creído que se cumpliría lo que se le ha dicho de parte del Señor" (Lc 1,45). Lo que hace a María bienaventurada es, ante todo, su fe. Y Jesús, cuando una admiradora le grita: "Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te criaron", responde: "Dichosos, más bien, los que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica" (Lc 11,27-28).

El Señor lanza sobre María una mirada de elección debido a su humilde fidelidad a la palabra de Dios. Ahí está toda la enseñanza evangélica que san Pablo resumirá en una frase: para ser bienaventurados nos basta que "la fe actúe por la caridad". Evidentemente, María es para siempre esa "bendita entre todas las mujeres" (Lc 1,42) porque es, por así decirlo, la única cristiana de nacimiento. Pero todos los hombres y todas las mujeres que creen en Jesucristo y que aman a los demás como Él nos ha amado, también ellos, por siempre, serán llamados dichosos.

Oremos para que la multitud sea llamada bienaventurada, como María y con María. Así triunfará el designio benévolo para cuya realización María de Nazaret ha sido "bendita entre todas las mujeres".

Fuente: Magníficat (mayo 2011)